jueves, 15 de diciembre de 2011

Juan de Espín, el saludador, en el Cehegín del siglo XVI.

Padrón de alcabala de Cehegín, del año 1580. En el centro figura el nombre de Juan de Espín, saludador. Copia del Archivo Municipal de Cehegín. Original en el Archivo Histórico Nacional

El “saludador” tan presente en nuestras sociedades, hasta prácticamente hoy en día. Para muchos embaucador y ladrón, para otros persona con ciertos dones para la curación, su figura siempre fue polémica, por unas causas o por otras. Un saludador era, básicamente, un curandero que utilizaba la saliva y el aliento, y que pronunciaba determinadas fórmulas y frases hechas con un componente mágico-religioso para supuestamente curar ciertas dolencias o enfermedades. Mal lo pasaron en estos años posteriores al concilio de Trento, y sobretodo en el siglo XVII, perseguidos con saña por la Inquisición.
Juan de Espín fue uno de estos saludadores, término que viene a significar, “el que da salud”. No sabemos mucho de su persona, sólo por su presencia en los padrones de alcabala, concretamente el de la fotografía es del año 1580 y él, ya fallecido, es nombrado a través de su viuda: “ la viuda de Juan d´Espín, saludador, real y medio” dice la anotación referida al pago del impuesto del alcabala, en el centro de la página.
Este tipo de personajes habían heredado ciertas tradiciones en materia de curanderismo que, en muchos casos, llegaban desde época prerromana. Desde luego, como ocurre hoy en día, el mundo de la picaresca estaba metido de lleno en este mundo. Aparte de que sus dones para la curación fuesen  totalmente ineficaces, este tipo de personas suscitan un cierto interés, más bien desde un punto de vista cultural y antropológico, como herederos de tradiciones antiguas, mezcla de distintas culturas y ritos cristianos, romanos y prerromanos, que siempre se mantuvieron enraizados entre la población rural.
Gente como Juan de Espín fue relativamente tolerada desde los tiempos medievales hasta que con los tiempos de la Contrarreforma, se fue, paulatinamente, enrareciendo la situación hasta convertirse en, quizá, la época en que el fanatismo religioso alcanzó las cotas más elevadas de su historia en la Península Ibérica y, en general, la Europa Católica y la  Protestante. A partir de ese momento la vida de esta gente pendía, literalmente, de un hilo. En sí mismo practicar la curandería no significaba que te fuesen a quemar en la hoguera, pero si te mandaban cuatro o cinco años a galeras, era, de facto, una condena a muerte. Dicho de de otra manera, había que llevarse bien con los vecinos, por si acaso…

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