miércoles, 24 de abril de 2013

La construcción de la casa de doña Isabel Antonia de Béjar Carreño, en el Paseo de la Concepción, Cehegín. Año 1772.






El documento que les dejo a continuación es la cesión de un solar concejil a doña Isabel Antonia de Béjar Carreño, viuda de don Alonso Núñez de Úbeda, el año 1772, en la que entonces se llamaba plazuela de la ermita de la Concepción, para que ésta pudiese construir un edificio de su residencia. Esta es la casa de Béjar, ya derribada, que estaba en el Paseo de la Concepción. Hemos comentado en alguna ocasión que el Concejo favorecía, entre los siglos XVI y XVIII, la construcción de edificios cediendo solares concejiles para tal fin, con la idea de que creciera la población y el número de casas, pues todo lo cual repercutía de manera favorable en las arcas concejiles por medio de los impuestos.

A continuación transcribo un fragmento del documento en que se solicita la cesión del dicho solar concejil.

" Doña Isabel Antonia de Béjar Carreño, vecina de esta villa, viuda de don Alfonso Núñez de Úbeda, Regidor y Fiel Executor Perpetuo que fue de ella, ante vds , como más aia lugar, digo  pretendo fabricar unas cassas principales en esta población, en el solar que ay en la plazuela de la hermita de Nuestra Señora de la Concepción, linde cassas y solar de don Pascasio Chico de Guzmán, presuitero de esta villa, y el solar perteneciente a el hospital de la caridad, contiguo a la expresada hermita, y sigue por la parte de levante asta el camino que llaman de los pasos..."

lunes, 15 de abril de 2013

El aroma del desencanto.









 El aroma del desencanto.

       Un cuento de Francisco Jesús Hidalgo García

Era un día hermoso, radiante mañana del mes de abril, víspera de la festividad de San Pablo. Venía Domingo a lomos de una borrica parda por el camino de Caravaca. Miraba el río, que se presentaba seco de agua pero repleto con un gran caudal de desánimo. En efecto, llegaba mojado en los lamentos de aquellas mujeres que, orilla arriba, rumiaban su desdicha y el hambre de sus hijos lavando retales, y, en silencio, maldecían su destino, sin que una humilde lágrima brotase de sus ojos pues ya las perdieron todas en su mocedad.
Caminaba el animal a su ritmo, lento, con tranquilidad y sosiego, como la vida misma, sobre los cantos que alfombraban la senda y, a veces, bajo cañales verdes y frescos. Domingo iba pensativo, su talante alegre, como él mismo era, pero con rostro de expresión triste, tal cual lo había esculpido la vida, sin llenar la cabeza con más pensamiento que aquel que le pudiese socorrer en la ganancia del pan, negro como la piel del esclavo Joseph, con que se alimentaba su familia.
En el lugar conocido por las gentes como el Cantal Blanco se erguía una carrasca grande y hermosa, vieja, majestuosa, que, según los mayores, tenía más de trescientos años. Cada vez que pasaba por allí Domingo se detenía un momento, respiraba profundamente, cerraba los ojos, sentía como el tiempo se paraba y una profunda quietud y desahogo le embargaba.
-¡Qué hermoso árbol para dormir a tu sombra y qué magnífico lugar para colgar de tus ramas! - se dijo a sí mismo en un breve soliloquio –
Entonces prosiguió en su andadura, pausadamente, sin prisa, dando alguna que otra cariñosa palmadita en el cuello de la burra, que tan grata compañía le hacía desde que, casi siendo pollina, la obtuvo por herencia al fallecer su tío Pero Ferrández. Y todo ese ritual lo realizaba siempre, como si de algo sagrado se tratase.
Era, decimos, un día hermoso, claro, luminoso y de buen sol. Aún no había comenzado a apretar el calor cuando llegó a las murallas de la villa de Cehegín. Junto a la puerta que la gente llamaba de Caravaca estaba, mirando al horizonte, con la boca entreabierta y una media sonrisa, un joven llamado Jerónimo de Baeza. Por la comisura de los labios le bajaba un hilito de babas que se acrecentaba cuando movía la mandíbula, como si tiritase de frío con los pocos dientes que aún tenía en su sitio. Con diecisiete años quiso ir a servir en los ejércitos de Su Majestad, y, antes de entrar en batalla alguna, quedó trastornado por el resto de sus días tras recibir una gran pedrada en la cabeza a la puerta de un mesón en Cartagena; aunque lo dieron por muerto volvió a la vida, como un nuevo Lázaro que se levantase del sepulcro, pero no por ello dejó de ser, hasta su última hora, un desdichado. A Jerónimo le gustaba ir hasta la Peña del Judío y embelesarse con la vista que se le ofrecía desde el precipicio. Allí, junto a él, volaban innumerables palomas, vencejos y golondrinas. Las observaba absorto, siempre con el pecho bañado en la baba que brotaba casi a borbotones. El aire era fresco y sentía que podía respirar mejor. Le gustaba abrir los brazos y estirar la cabeza hacia la espalda para sentir el viento en el cuello. Entonces, en esos momentos de deleite, le abordaban deseos de juguetear con las palomas, saltar y volar con ellas, y viajar lejos, muy lejos, tal vez hasta Cypango, nombre de entre algunos que conservaba en la memoria y, a veces, recordaba en ligeros instantes de lucidez. En tiempos había sido gran aficionado a la lectura del libro de los Viajes de Marco Polo, cuando todavía su mente era perspicaz y clara. Él sabía leer gracias a un maestro que lo adoctrinó en las primeras letras y, viendo su facilidad para la lectura, por aprecio le regaló el tal libro de viajes.
Se hallaba Jerónimo haciendo el alto a Domingo y a todos aquellos que se acercaban a la puerta de la villa, como buen guardián, con una caña seca, recia y larga, que hacía las funciones de aguzada lanza, porque un día un Regidor del Concejo, por hacer burla, le dijo que le daba el encargo y misión, de gran interés para Su Majestad y esta República, de vigilar la puerta de la villa para que no entrase ningún malhechor y desde entonces, a pesar de que una vez acabada la broma se le advirtió que no lo hiciera, él siguió un día y otro cumpliendo con la función encomendada, como buen soldado de la Milicia de Cehegín.
-¡Alto a la Guardia!- gritó con voz frágil, casi ininteligible, Jerónimo, lo que provocó las carcajadas de la gente que en ese momento se hallaba en las inmediaciones-
 Por ser persona poco irascible el labrador no le regañó cuando Jerónimo le cortó el paso. Habló con el muchacho tiernamente y lo sentó de nuevo en su piedra, que era suya y de nadie más, junto a la puerta de la muralla, conformándolo.
-Vamos Jerónimo, ven conmigo y siéntate en este lugar, que estarás mejor -le dijo Domingo cariñosamente, con tono amable, como aquel que conoce la desdicha del otro, tomando al joven del brazo y apartándolo de la puerta-
-Tu guardia -prosiguió el mismo- ya ha terminado, ¡son órdenes del Capitán de la Milicia! -exclamó en un tono altisonante, ante la algarabía de risas de aquellos que transitaban de un lado a otro de la puerta de la villa.
Cuando esto sucedía, que era casi a diario, allí se quedaba, ensimismado y pensativo, hasta que, de pronto, se levantaba, y, casi dando traspiés, con los calzones medio sueltos, se iba hasta la Peña del Judío a ver volar las palomas y golondrinas, y, a veces, lo acompañaban algunos niños chiquitos, de esos que aún conservan la inocencia, a los que, con su voz entrecortada, contaba como eran los confines de la Tierra.
Domingo dejó a Alonso en su amarga soledad y penetró a través de empedrados hundidos por el tiempo, con la cabeza gacha y el vaivén del andar a lomos de la borrica. Accedió desde una esquina hasta cierta callejuela un tanto angosta y fría, donde sólo alcanzaban los rayos del sol a mediodía, aunque él, por fortuna, habitaba junto a una pequeña plazoleta al otro lado de la calle. Allí se podía tomar el sol en esos días en que la umbría se apoderaba de esta parte del cabezo donde se acumulaban las casas, casi amontonadas en un caos que, a decir verdad, tenía cierto orden. En dicho lugar se juntaban en un poyo, casi al lado de la puerta, los vecinos a platicar cuando su tiempo y labores se lo permitían.  Y ahí estaba su casa. Era una casa pobre, donde se olía a humo de lumbre de romero seco y se guardaba un buen pedazo de tocino, ya casi rancio, en un pequeño armario empotrado en la pared, que servía de escaso companaje para cuando no había otra cosa que comer.
Su mujer se llamaba Ana y había parido ya siete veces, pero sólo vivían dos varones y una hija; los otros no llegaron a tener fortuna suficiente para sobrevivir hasta un segundo aniversario. Hacía años que habían pasado los tiempos de la mocedad y los afeites. Ella estaba hecha a ver como la vida pasa y la muerte aparece. Desde muy joven el luto fue piel de su hermosura. Su rostro denotaba la fuerza interior de un cuerpo modelado en las desdichas y sus manos las llagas de remover, si ello fuese necesario, las piedras con tal de que sus hijos no llegasen a tener más hambre de la justa.
Domingo entró en la casa, encerró al animal en la cuadra, y, llegándose hasta la cocina, tomó una silla de anea. Se sentó en ella. En el rescoldo del fuego se cocía, lentamente, un guiso de nabos y collejas. Entretanto se acercaba la hora de comer, tomó un buen puñado de esparto y se entretuvo en comenzar la elaboración de una soga. Durante un instante, mientras trenzaba el esparto, al calor de la lumbre y el silencio de la casa, quedó durmiendo. Sintió como una mano fría y mojada le tocaba el hombro izquierdo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al mirar hacia atrás y ver a Jerónimo, el infeliz, mientras babeaba sobre sus calzones. Despertando, con una fuerte cabezada, se vio de nuevo en su casa, sentado sobre su silla de anea. Y siguió con su labor, poco a poco, “que lo bien hecho queda para toda la vida, pero lo malo es trabajo doble”, según él siempre decía.
Así, entre unas y otras cosas, pasó el día, y la noche, y amaneció de nuevo. Antes de que las luces del alba salieran del vientre de la Sierra de Burete ya hacía mucho que la vida había despertado en la villa. Un rumor precioso de gorriones anunciaba la pronta llegada de una jornada más y otra menos en la existencia de Domingo. Después de tomar un trozo de pan de higo, más duro que el jaspe de la Peñarrubia, sacó a la burra de la cuadra y tomó dirección del campo, hacia los viñedos de Francisco de Úbeda. Por la calle llegaba ya Andresillo, con una carga de leña a las espaldas, acaso si tendría nueve o diez años y sólo se veía, en la penumbra, una figura extraña, un gran ovillo deshilachado, que se movía tambaleándose de un lado a otro de la calle; era la miseria personificada en un caos de ramas y sudor. La niñez no existe. Y, apartándose un poco con la bestia, para que el niño pudiese pasar adelante, continuó, impasible, empedrado abajo hasta la Vereda Real, a la que no tardó en llegar más tiempo del que resultó necesario para poder cantar una letrilla corta.
Había junto al camino unas moreras verdes y olorosas. El frescor del rocío en esta mañana hacía que la fragancia de la alhábega se acrecentase al más leve roce. A Domingo le gustaba tener siempre un buen puñado dentro de la casa, en una jarra con agua, pues decía que tal aroma no tenía semejante alguno en la naturaleza y nunca hubo palacio de reina ni princesa, mora o cristiana, que gozase de mejor perfume que el de esta planta.
Conforme iba avanzando divisó una mujer que venía por el camino. Era la viuda Ginesa Abril, pobre de solemnidad, a la que ya solamente quedaba en la vida la dignidad de ser anciana.  A pasos cortitos, arropada por el luto que llevó durante más de cuarenta años, con un baculito hecho de una rama de olivo recia, mirada regada en una cristalina tristeza y rostro mustio ya en su otoño, caminaba sin parar, mirando al frente, pero con la sensación de ir sumida en una serena quietud, como quien ya no espera nada y, por lo tanto, ha olvidado el miedo. El campesino saludó a la anciana con una cierta reverencia, como, desde que tuvo conocimiento, le enseñaron que se debía de hacer con los viejos por encima de todo.
-Buenos días, señora Ginesa - le dijo Domingo, en un tono amable y cariñoso - ¿Cómo a estas horas por estos lugares? ¿Necesita usted alguna cosa? Pues, si en mi mano está, le ayudaré en cuanto pueda.-
-No, gracias Domingo. Te lo agradezco en el alma- contestó la viuda- pero lo que yo necesito no está aquí ni tu me lo puedes dar, y a donde voy ahora es cosa mía, tal vez allí pueda dar con aquello que tanto tiempo hace que persigo.
No terminó de comprender las palabras de la anciana, aunque sin dar mayor importancia a todo esto, despidiéndose de la mujer, éste continuó su camino, susurrando, de vez en cuando, alguna cancioncilla para sí y para los oídos de su compañera, a quien también gustaba escuchar las coplas de su amo.
El día fue duro, como solían ser casi todos para aquellos que, a base de grietas en las manos y aguasal que las curase, podían calmar las pocas ganas de no comer que había puerta a dentro de sus casas. Anduvo en el trabajo de las viñas de don Francisco de Úbeda desde la salida del mismo sol que a él lo viera nacer bajo un nogal en Cantalobos a los últimos suspiros de un día que estaba presto a fenecer. Los viñedos cubrían hasta el mismo horizonte. De vez en cuando, se levantaba y, restregando el sudor de la frente, ojeaba hacia la lejanía con miraba perdida, como si sintiese que allí estarían ocultas sus esperanzas, ya vanas, de hallar remedio a su desencanto. Y de nuevo volvía a inclinarse para continuar con la labor de las cepas; ¡Qué buen vino habrían de dar este año!  
 Terminada la jornada los hombres salieron de la hacienda, cada uno en busca del cobijo de su casa y la cena, menos rica que pobre, que, se entiende, esperaba a cada uno en su hogar. Un amarillo resplandeciente bañaba el atardecer de las sierras de Caravaca como pintura celestial que se desvanecía, suavemente, al compás del manso caminar de la borrica de Domingo. El animal y su amo tomaron el camino de la vereda que conducía a Cehegín. Por el camino le cautivaba, de nuevo, el aroma a alhábega que inundaba el ambiente. El anochecer envolvía los árboles y el paisaje creaba ya, que el sol había iniciado su descenso para alegrar la vida en otros mundos, un maravilloso repertorio de imágenes y sensaciones que sólo a la puesta de sol y al alba pueden ser admiradas. El camino no se hizo muy largo, entretenido, como iba, con este panorama y otros pensamientos y, en poco tiempo, se vino a presentar en su casa, donde estaba Ana, su mujer, junto a su hija, sentadas remendando unos calzones y alguna otra ropa. Los hijos, que uno tenía once años, y el otro doce primaveras, andaban sirviendo con las cabras de don Alonso Fajardo en Rompealbardas, y, esta noche, quedarían en la majada junto a los cabreros.
La muchacha preparó la mesa con unas escudillas y la comida con que poder llenarlas. Los tres se sentaron en buena paz.
-Domingo-dijo Ana un tanto apesadumbrada- hace un rato estaban comentando las vecinas, no se si te habrás enterado por ahí, que han hallado muerta a Ginesa, la viuda, ahogada en una balsa, y dicen que parece ser que ha sido ella la que se quitó la vida - y en ese momento comenzó a persignarse.
- Que la Santísima Virgen María interceda para que Dios Nuestro Padre la perdone por ese gran crimen que ha hecho contra sí misma.-
-Esta mañana -contestó Domingo, extrañado y sobretodo sorprendido- topé con ella cuando yo iba hacia los viñedos de don Francisco de Úbeda y le pregunté que si necesitaba alguna cosa, aunque verdaderamente me pareció raro hallarla en ese lugar y al alba.
En la cena, pobre como todas las noches, hablaron de ello, pero también de otras cosas, y de sus cosas y de su cercana vejez, y del qué será de ellos.
-Pues en verdad -comentó Ana con un cierto aire de aseveración- yo preferiría morir antes que llegar a muy anciana sola y sin nadie que me asista, debiendo recurrir a la caridad de la gente.
 -A mí no me interesa en demasía pensar en todo eso -le replicó Domingo- pues, al fin y al cabo, Dios decidirá nuestro futuro y el de todos los hombres y, por lo tanto, “lo que haya de ser será”.-
Mientras, la joven miraba al padre y a la madre con ojos fríos y desinteresados en tanto tomaba algo del ligero caldo que todos cenaban en familiar compañía.
Entre estas conversaciones pasó el tiempo, que corre inexorable y, tras un ratito de plática, cuando todos perseguían ya olvidar, sumidos en el buen sueño, que a veces todo lo cura, las penurias del día ya transcurrido, alguien golpeó la puerta. Fue la hija la que miró por un ventanuco por ver quien llamaba y descubrió en la calle a Jerónimo, con su habitual rostro perdido y su media sonrisa.
-Es Jerónimo, el infeliz -dijo la chiquilla mirando a sus padres- ¿qué querrá a estas horas?
-Buenas noches tengáis -dijo el muchacho con su hablar casi ininteligible y lento, cuando le abrió la muchacha para que entrase a la casa- vengo porque me envía mi madre a ver si acaso tuvieseis un nabo o un mendrugo de pan para dar de cenar a mi hermanico, que desde esta mañana no ha comido bocado alguno-
-Siéntate Jerónimo-contestó Domingo- que pobres somos, y mucho, pero sí que tenemos, aunque sea miseria, algo en esta casa. ¡Mujer, dale unos nabos a este hombre, que por poco que tengamos pudiera ser que mañana ni la vida conservemos, y entre los muertos de hambre debemos ayudarnos en lo posible! Toma hijo, toma eso y por lo menos que tu hermanico pueda esta noche comer algo que no sean cerrajas cocidas, que si pudiera, en honor a tu difunto padre, comeríais faisán, pero ya he perdido la cuenta de lo que llevamos comiendo nabos, collejas, pan negro cuando hay y, sobre todo, desazón, que intentamos aliviar olvidando nuestro sino.-
Miraba el muchacho callado, con la boca entreabierta y restregando continuamente la lengua sobre los labios, que eran grandes y agrietados, sin llegar a comprender totalmente lo que se le decía. Entonces Jerónimo, dando las gracias tomó los nabos y salió corriendo, pletórico de alegría, hacia la casa de su madre, donde le esperaban por ver si traía alguna cosa con la que poder aguantar al chiquillo en espera del día siguiente.
Llegada la nueva jornada la vida tomó su ímpetu habitual y cotidiano, como siempre, antes de salir el sol. Domingo volvió a la faena de las viñas, al igual que todo el hormigueo de gentes que iba discurriendo por las calles de la villa hacia uno u otro lugar. Esa mañana Jerónimo volvió a madrugar y, como siempre, salió de su casa, bajo los reproches de su madre, y lanza de caña en ristre acudió a la susodicha puerta de Caravaca. Y allí se plantó. Pasado un rato llegaron un grupo de jovenzuelos ociosos, que no debían de ser tan inocentes como aquellos pequeñitos que lo acompañaban a ver las palomas y golondrinas junto al precipicio. Por tener ganas de entretenerse la tomaron con el infeliz, y lo que, en principio, fueron simples burlas y risas terminó con los mozalbetes humillando al muchacho, pero con tan mala fortuna para éste que uno de los burlones lanzó un canto de río que le golpeó en la cabeza, hiriéndolo. Los malhechores, que no esperaban llegar a eso, asustados, huyeron del lugar a toda prisa.
Sangrando abundantemente, Jerónimo se escondió durante toda la jornada sin saber nadie a donde había ido a parar. El muchacho, a pesar de estar acostumbrado a las burlas, y habitualmente tomarlas con una sonrisa, en esta ocasión, como si repentinamente hubiese despertado, se creyó ver abocado al mundo, como caído en un instante de una de esas nubes que parecen hechas de algodón. Con la cabeza gacha, pero sin derramar una sola lágrima se fue del lugar, y, por mucho que buscaron, no pudieron sus conocidos dar con él de manera alguna temiéndose que le hubiese podido ocurrir alguna desgracia.
El día siguiente amaneció lluvioso, gris y con una mañana fresca. Jerónimo, el infeliz, desde muy temprano, apareció en la Peña del Judío. Estaba fijo, inmóvil, con la cabeza un tanto reclinada sobre su hombro izquierdo y sus manos cogidas entre sí, acurrucado y mostrando una ligera sonrisa. Las golondrinas, vencejos y palomas revoloteaban sobre el precipicio y, de vez en cuando, también sobre el muchacho, pero ya no las podía ver. Jerónimo había volado. Quizás estuviese en Cypango, al otro lado del mundo.
Domingo, que no tenía ese día trabajo en las viñas, salió a recoger una carga de boja seca. A mitad del camino halló un carro, conducido por dos hombres, que llevaba el cuerpo de la viuda Ginesa. Se persignó al pasar, aunque le advirtieron los del carro que no lo hiciese, pues era una suicida que había atentado contra el bien más preciado que tenemos de Dios Nuestro Señor. La llevaban a un lugar apartado para darle sepultura, allá donde yacían los desheredados de la Santa Fe Católica.
Domingo siguió adelante, con su borrica parda, mirando al horizonte, su rostro triste y, de vez en cuando, levantaba los hombros, acercándolos al cuello, en una especie de gesto que daba a entender cierta conformidad.
-¡Qué le vamos a hacer!- se decía a sí mismo el labrador- Es el destino que Dios quiso para los miserables.
Y cada vez que pasaba por el Cantal Blanco, y se paraba junto al viejo árbol volvía a decir -¡Qué hermoso árbol para dormir a tu sombra y qué magnífico lugar para colgar de tus ramas!- y continuaba con su camino, que, al fin y al cabo, era el de una vida entera deseando poder descansar de tanta infelicidad, siquiera una rato, a la fresca sombra de una gran encina.
Y siguió deleitándose en los amaneceres con el aroma a alhábega, y sus coplas, y la compañía de su borrica. Y todo lo demás era el resto de su vida, pendiente de trenzar una soga de esparto, y quizás, con ella, dormir de una vez en el frescor de la carrasca.

martes, 9 de abril de 2013

La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, versión del año 1793, del Archivo Municipal de Cehegín.



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En el Archivo Histórico Municipal de Cehegín, se conserva un cuadernillo manuscrito que contiene la versión del año 1793 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que, como es sabido, fue aprobada en el año 1789 en Francia y de la que ésta del año 1793 es una ampliación.
En el Cehegín de tiempos inmediatos a la Guerra de la Independencia  había personas muy influenciados por la Ilustración del siglo XVIII, y seguidores de las ideas que provenían de Francia a nivel político e ideológico y con respecto a la cuestión de los Derechos del Hombre, concepto que fue básico para entender la Revolución Francesa. Solían ser gente de un buen nivel económico. Una élite cultural que admira a la Francia heredera, como decimos, de la Ilustración. Eran conocidos como afrancesados. Aquí dejo a los lectores las tres primeras páginas de la Declaración de  los Derechos del Hombre y del Ciudadano, manuscrito, de la versión del año 1793. Esta Declaración fue parte de la constitución del año 1793.




viernes, 5 de abril de 2013

El Campillo de los Giménez, en Cehegín, en los siglos XVII al XIX






Fragmento de acta capitular del año 1780, sobre el estanco de tabaco en el Campillo de los Giménez. Archivo Municipal de Cehegín.


Durante la Edad Moderna y el siglo XIX, aunque fundamentalmente desde el siglo XVII, el cortijo del Campillo de los Giménez ejerció de núcleo, podemos denominar centralizado, de la huerta en la parte ribereña del río Argos de su margen derecha (dirección desde Cehegín hacia el Campillo), de modo que en él se fueron ubicando determinados servicios que eran necesarios para la población rural que vivía en esta zona, desde Cañada de Canara hasta Algezares, pasando por la Carrasquilla y sirviendo a un importante número de cortijadas aisladas, incluyendo también a las de los cabezos aledaños, como Juan González y otros, alindando con las diputaciones de Valentín y Canara. El Campillo de los Giménez tenía barbero, estanco de tabaco, taberna  etc Esto es explicable, aunque desde nuestra perspectiva resulte curioso por ser un núcleo hoy en día pequeño, pues hemos de tener en cuenta que la población que habitaba todo este territorio en el siglo XVII, y sobre todo el XVIII y XIX, era muy superior a la actual, en todas las cortijadas que abarcaba y núcleos diseminados que hemos nombrado,  rondaba cerca de los 800 habitantes (almas), hacia 1850.

Ahora dejo al lector con un fragmento de documento del año 1780 referente al estanco de tabaco del Campillo de los Jiménez, extraído de las actas capitulares del Concejo de Cehegín, y conservado en el Archivo Municipal.



“Muy Sr. mío.

Con vista del ynforme que hemos tomado sobre el contenido de la carta de Vd. de 17 del corriente, le prevenimos que la instancia que antecedentemente le hizo a Vd. don Gregorio Pérez , merino, administrador de la renta del tabaco de ese pueblo, para que en el estanco del cortijo del Campillo de esa huerta pusiese Vd. un vecino que le sirva de cuenta y riesgo de esa Justicia, es arreglada a las superiores órdenes dadas en este asunto, por ser obligación de ellas nombrar vecinos en sus respectivos pueblos para estanqueros, cuando no haya pretendientes que lo soliciten. Y sucediendo esto en el que se trata, se servirá Vd. proceder al cumplimiento de nombrar vecino de su satisfacción y cuenta y riesgo de esa justicia, que sirva en el del campillo, dando noticia de nombrado a ese administrador de la renta.

Dios guarde a Vd. Muchos años. Madrid, a 15 de septiembre de 1780.

Francisco Portocarrero.


Sr don Francisco Bravo de Bargas.”