Esperando las luces del alba.
Un cuento de Francisco Jesús Hidalgo García
El aroma del romero era el bálsamo para aliviar su
desaliento.
Al tío Herminio le gustaba coger un tallo, mojado
en rocío, en aquellas mañanas frescas de otoño, para sentir que aún su alma
seguía latiendo al compás de cada paso que daba. Era temprano y un gran rumor
de jilgueros y gorriones inundaba de lado a lado todo el cortijo. Se puso unas
viejas esparteñas, que todavía conservaba, un pantalón de pana recia con el
que, al parecer, se había casado cincuenta años antes, su camisa, chaqueta,
boina, y, con una eterna tos que bien parecía, aunque no lo fuese, de
tuberculosis comiéndole las entrañas, volvió a salir al encuentro de la
alborada. Como todas las mañanas, y cuando, tiernamente, pasaba los dedos sobre
el romero sentía el sonido del cencerro y el balar de las ovejas, el aire
fresco de la sierra y, sobre todo, el rumor de la soledad en el collado.
-¡Qué soledad tan diferente a la de otros tiempos!
–mascullaba entre tos y saliva el tío Herminio-.
Mientras musitaba para sí, recordando las
primaveras y el azul del espliego, llegó hasta él una mujercita de cuerpo
menudo y blancos cabellos, que sobresalían de un pañuelo enlutado que cubría la
cabeza y con los hombros cubiertos por un chal negro de lana.
-Buenos días Herminio-saludó la anciana- ¿estamos
tomando el fresco esta mañana o tal vez esperando el sol que se avecina?
-¡Como todas las que puedo Josefina!-le contestó el
hombre entre un amago de ataque de tos-, ¡como todas las mañanas Josefina!
-repitió de nuevo-.
Si no me equivoco, Herminio, vamos a tener lluvia o
nieve de aquí a dos o tres días, que aunque no ha entrado el invierno me
recelo, con esas nubes y el cielo como está, que haya de caer la primera nevada
de este año -comentó la anciana con un cierto aire de convencimiento-.
La mujer se sentó sobre un poyo que allí al lado
había. Durante un buen rato permaneció en silencio, con las manos entrelazadas,
y la cabeza baja, como queriendo dormitar. El tío Herminio miraba al frente,
absorto en sus cosas, y, de vez en cuando, se echaba mano a la boina y el
pescuezo creyendo que algo le había caído desde el inmenso verdor de unos olmos
que allí mismo, sobre sus cabezas, había. Al cabo de un ratito la anciana dio
una ligera cabezada y, ya despierta, se levantó del poyo volviéndose hacia el
interior del caserío, pues refrescaba en demasía a su entender, aunque el
anciano prefirió aguantar un poco más. Tenía todo el tiempo del mundo… y mucho
más aún.
-¿Qué será de mí?- Se preguntaba cada atardecer.
¿Qué será de mí?- se preguntaba ese anochecer-
El día fue transcurriendo con su mañana clara, su
templado mediodía y su fresco atardecer. El tío Herminio era hombre de campo y
monte, sin letras, pero con una esmerada sapiencia, rara y a la vez natural,
con un amor por el conocimiento fuera de lo común. Le gustaba pensar. En
verdad, ya le parecían demasiados los atardeceres pasados en soledad, en el
poyo de la casa, acariciando con dulzura el báculo de la senectud.
El frescor del anochecer se fue volviendo gris y
después blanco, muy blanco, tanto como la nieve que llegó antes de lo que
imaginaba la sapiencia venerable de la anciana del chal negro.
La nieve caía con tranquilidad, tal que si tuviese
conciencia de sí misma se podría decir de ella que la gracia que tenía en su
llegada era por dejarse acariciar de los niños que en cuestión de momentos
gozarían bañándose en su blancura. Pero, en verdad, al anciano la nieve ya no
le llamaba mucho la atención. Tampoco había niños que jugasen con ella, ya
hacía mucho tiempo que desapareció su candidez de la aldea. En la soledad de
sus días nada era lo mismo y, poco a poco, parecía que sólo viviera para
esperar. Sus noches, desde hacía tiempo, se limitaban a un candil de aceite,
una pequeña estufa de hierro, la visita de los pocos vecinos que ya quedaban
allí y una ensalada aderezada con un poco de bacalao remojado, cuando lo había,
o el acompañamiento de unos pimientos secos, de aquellos que colgaban de una
caña en lo más alto de la casa. El resto era esperar al amanecer, y, aún en
sueños, acariciar el romero y sentarse en el collado, al fresco de la mañana,
sabiendo que entonces su soledad parecía menos.
Y llegó la mañana
La mañana amaneció blanca. Unos perros saltaban,
jugando, sobre la nieve. El tío Herminio se asomó a la ventana. Todo era una
inmensa alfombra blanca, inmaculada, hermosa…
- Tengo que acercarme a ver a Ana, que a saber como
andará ella solica en su casa con el nevazo que ha caído- se dijo a sí mismo
preocupado; era ese vínculo entrañable, que sólo lo pueden crear setenta años
respirando el mismo aire-
Entonces tomó buena ropa de abrigo y se dirigió a
ver a la anciana. ¡Ay!, sus años ya no eran los de otras veces. Pasito a
pasito, las fuerzas le faltaban al caminar sobre la espesura de la nieve. No
muy lejos, como emergiendo de la blancura, se divisaba una casa solitaria,
junto a un olmo que quizá tuviera doscientos años. Poco a poco llegó hasta el
lugar. Cuando llegó al cortijo y entró halló a la mujer pegada a una de esas
estufas de hierro, sencilla y humilde, única compañía de almas solitarias sin
quererlo.
-Buenas Herminio-dijo la anciana cuando vio entrar
al hombre a la casa- Pero ¿cómo has bajado hasta aquí con la nevada que ha
caído? ¡Dios mío, para que te hubiese pasado cualquier cosa! ¡Y como tú andas
del pecho! ¡Con esas toses! ¡Anda Herminio, anda, que la vejez y las cabezas no
hacen buena amistad!
-He venido a ver si necesitas alguna cosa, que a
nuestros años y solos como estamos…
-Yo ya no se ni lo que necesito Herminio, sólo
necesito ya descansar-le contestó la mujer, que parecía encerrada dentro de un
luto que había permanecido perenne, envolviendo su vida entera desde los
tiempos de su mocedad.
Nunca, que el anciano pudiese recordar, la tía Ana
había hablado de descanso ni había tenido ese aire de nostalgia que parecía
exhalar a cada palabra que pronunciaba. Había sido mujer fuerte y curtida, a
veces alegre, trabajada en la vida.
La mujer se sentó y tomó una botellita de
aguardiente que guardaba en un pequeño armario empotrado en la pared.
-Toma una copa Herminio, que hace mucho frío y te
vendrá bien, que has llegado empapado-le dijo la anciana con una voz quebradiza
y débil-
-Sabes-prosiguió la tía Ana como si esa mañana
anduviese sumida en la nostalgia- el estar solos a nuestra edad… y al instante
salió una lágrima y la mujer interrumpió aquello que iba a decir. Me acuerdo de
mis abuelos, cuando yo era chica, y ¡ya hace tanto que murieron! y de mis
padres me acuerdo mucho, pero ¡cuanto hace que los enterramos! Mis hermanos y
hermanas, cinco éramos, que tú has conocido a todos y ¿dónde están?, pues todos
en el camposanto y espero que en la
Gloria de Dios. Mi marido ¡cuánto lo recuerdo! y ya va para
cinco años que murió. Pero el dolor más grande que habré de llevar cuando acabe
esta vida es el de haber perdido a mis seis hijos, todos mozos. La maldita
guerra mató a dos, y el cólera a los otros cuatro, dos hijos y dos hijas
hermosos todos como el mismo cielo. Mis nietecillos nunca llegaron a nacer.
Dime Herminio ¿qué crees que puedo esperar con ochenta años? Sólo puedo esperar
lo que tengo ahora, la soledad y pronto la muerte- No se siquiera a qué cuento
te he soltado esta retahíla; será la soledad. Pensarás que he perdido el
juicio… Tal vez se me esté yendo el seso al otro mundo, ojalá se me fuera para
no entender las miserias de éste.-
El tío Herminio permanecía callado, pensativo,
mirando al frente y, de vez en cuando, ante las palabras de la tía Ana, movía
la cabeza haciendo alguna mueca y abría la estufa para atizar un poco la leña.
-Deberías de venir a mi casa o a la de algún vecino
de estos cortijos, Ana, estos días, pues así nos podemos ayudar mejor unos a
otros, y andaremos más acompañados, pues ya sabes que no podemos salir afuera
mucho, si no es para echar de comer a los cuatro animaluchos que tenemos- le
dijo el tío Herminio, con un aire tierno y sosegado-
No-respondió la tía Ana-me quedaré en mi casa que,
a pesar de todo, puedo mantenerme bien y tengo comida para pasar el tiempo de
la nevada.
El tío Herminio después de un rato de charla dijo
que ya se iba y que hacía muy mal en no querer salir estos días a una casa
donde hallarse más en compañía, pero que bajaría un rato todos los días por ver
como estaba.
-No salgas, Ana, esta mañana, que yo echaré a las
gallinas y cogeré los huevos que hayan puesto-dijo el anciano. A continuación
salió al exterior e hizo todo lo dicho, amén de entrar un buen puñado de madera
a la casa. Entonces, despidiéndose, dijo que volvería a la tarde y a través de
la nieve regresó a su casa. No hizo más que llegar a la puerta cuando
aparecieron los tíos Román, Justo y Marcial. Eran los únicos que ya quedaban
por las inmediaciones, los dos primeros casados con la tía Paula y la tía
Josefina, y el tal Marcial, que muchos años hacía ya que andaba viudo.
-Herminio buena nevada ha caído ¿eh?-dijo uno de
ellos- y ¡nadie lo esperaba! ¡El tiempo está cada día más loco! En fin-
prosiguió Román- yo ya tengo los animalicos arreglados, ¡menos mal que siempre
tengo hierba y nabos de sobra! Metámonos en la casa que no es para nosotros día
de andar por la nieve.-
Se sentaron al fuego durante un buen rato, hablando
de achaques, y del tiempo, y de los sembrados y de quien sabe cuanto más tiempo
podrán quedar aquí si acaso la muerte no llega antes.
-Nuestro tiempo se acaba-dijo Marcial- Mi hija
allá, en el extranjero ya me ha dado varios avisos de que me ha de llevar con
ella…pero ¡dónde voy yo! Si he decir la verdad quien me da pena es Ana, la del
cortijillo del Olmedo, ella si que anda sola por el mundo, con ochenta y tantos
y solica sin un primo lejano ¿qué será de ella?
-¡Yo tampoco tengo a nadie en el mundo! -replicó el
tío Herminio con una exclamación sarcástica- ¡también te daré yo pena!-dijo
sonriendo.- ¡Que será de todos nosotros, Marcial!-
Esperando las luces del alba
Y pasó un día, y una semana, y se fue retirando la
nieve, y pasó un mes, y dos, y volvió a nevar y pasó un año, y otro, y varios
años más, y siguió nevando todos los años. Muy lejos de allí, en un lugar donde
no nevaba nunca, unos ojos cristalinos y una venerable piel, morena y curtida
en la ancianidad, miraban al infinito y unas manos, pequeñas y temblorosas,
acariciaban un tallo de romero. Respiraba los recuerdos de su tierra, que le
hacían vivir un poco más. Muchas veces, tantas como la inmensidad que a veces
tiene un día, se preguntaba sobre sus abuelos, y sus padres y sus hermanos y
hermanas, y sobre todo su marido ¿adónde se fue? Pero por encima de todo de sus
seis hijos y de sus nietecillos que nunca llegaron a nacer. Y a menudo creía
ver al tío Herminio sentado en el poyo y los ratos con Paula y Josefina en el
lavadero de cuando niñas, y cuando mozas y de toda la vida y la alegría de
Román, Justo y Marcial. Todos ellos allí quedaron, de nuevo en la tierra que
les dio la vida y generosamente los acogió de nuevo en su seno.
-Señora Ana ya hay que entrar adentro, que hace
fresco-le dijo una mujer vestida de un impecable blanco- y tomándola del brazo
la condujo hacia el interior de un edificio donde había más ancianos. Nunca
supo cómo, siendo pobre como era, pudo acabar allí, ni nadie se lo dijo jamás…
La tía Ana sólo esperaba; gran parte de su vida fue una espera, que no
esperanza y, aún hoy, el beso diario a una pequeña fotografía le hace respirar
profundamente, derramar una lágrima y soñar aguardando la llegada de las luces
del alba y entonces volver a sentir el aroma del espliego, allá donde se
encuentre, junto a todos aquellos que caminaron con ella en el largo peregrinar
de su existencia.