miércoles, 24 de abril de 2013
La construcción de la casa de doña Isabel Antonia de Béjar Carreño, en el Paseo de la Concepción, Cehegín. Año 1772.
El documento que les dejo a continuación es la cesión de un solar concejil a doña Isabel Antonia de Béjar Carreño, viuda de don Alonso Núñez de Úbeda, el año 1772, en la que entonces se llamaba plazuela de la ermita de la Concepción, para que ésta pudiese construir un edificio de su residencia. Esta es la casa de Béjar, ya derribada, que estaba en el Paseo de la Concepción. Hemos comentado en alguna ocasión que el Concejo favorecía, entre los siglos XVI y XVIII, la construcción de edificios cediendo solares concejiles para tal fin, con la idea de que creciera la población y el número de casas, pues todo lo cual repercutía de manera favorable en las arcas concejiles por medio de los impuestos.
A continuación transcribo un fragmento del documento en que se solicita la cesión del dicho solar concejil.
" Doña Isabel Antonia de Béjar Carreño, vecina de esta villa, viuda de don Alfonso Núñez de Úbeda, Regidor y Fiel Executor Perpetuo que fue de ella, ante vds , como más aia lugar, digo pretendo fabricar unas cassas principales en esta población, en el solar que ay en la plazuela de la hermita de Nuestra Señora de la Concepción, linde cassas y solar de don Pascasio Chico de Guzmán, presuitero de esta villa, y el solar perteneciente a el hospital de la caridad, contiguo a la expresada hermita, y sigue por la parte de levante asta el camino que llaman de los pasos..."
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Cehegín. Historia
lunes, 15 de abril de 2013
El aroma del desencanto.
El aroma del desencanto.
Un cuento de Francisco Jesús Hidalgo García
Era un día
hermoso, radiante mañana del mes de abril, víspera de la festividad de San
Pablo. Venía Domingo a lomos de una borrica parda por el camino de Caravaca.
Miraba el río, que se presentaba seco de agua pero repleto con un gran caudal
de desánimo. En efecto, llegaba mojado en los lamentos de aquellas mujeres que,
orilla arriba, rumiaban su desdicha y el hambre de sus hijos lavando retales, y,
en silencio, maldecían su destino, sin que una humilde lágrima brotase de sus
ojos pues ya las perdieron todas en su mocedad.
Caminaba el
animal a su ritmo, lento, con tranquilidad y sosiego, como la vida misma, sobre
los cantos que alfombraban la senda y, a veces, bajo cañales verdes y frescos.
Domingo iba pensativo, su talante alegre, como él mismo era, pero con rostro de
expresión triste, tal cual lo había esculpido la vida, sin llenar la cabeza con
más pensamiento que aquel que le pudiese socorrer en la ganancia del pan, negro
como la piel del esclavo Joseph, con que se alimentaba su familia.
En el lugar conocido
por las gentes como el Cantal Blanco se erguía una carrasca grande y hermosa,
vieja, majestuosa, que, según los mayores, tenía más de trescientos años. Cada
vez que pasaba por allí Domingo se detenía un momento, respiraba profundamente,
cerraba los ojos, sentía como el tiempo se paraba y una profunda quietud y
desahogo le embargaba.
-¡Qué hermoso
árbol para dormir a tu sombra y qué magnífico lugar para colgar de tus ramas! -
se dijo a sí mismo en un breve soliloquio –
Entonces prosiguió
en su andadura, pausadamente, sin prisa, dando alguna que otra cariñosa
palmadita en el cuello de la burra, que tan grata compañía le hacía desde que,
casi siendo pollina, la obtuvo por herencia al fallecer su tío Pero Ferrández.
Y todo ese ritual lo realizaba siempre, como si de algo sagrado se tratase.
Era, decimos, un
día hermoso, claro, luminoso y de buen sol. Aún no había comenzado a apretar el
calor cuando llegó a las murallas de la villa de Cehegín. Junto a la puerta que
la gente llamaba de Caravaca estaba, mirando al horizonte, con la boca
entreabierta y una media sonrisa, un joven llamado Jerónimo de Baeza. Por la
comisura de los labios le bajaba un hilito de babas que se acrecentaba cuando
movía la mandíbula, como si tiritase de frío con los pocos dientes que aún
tenía en su sitio. Con diecisiete años quiso ir a servir en los ejércitos de Su
Majestad, y, antes de entrar en batalla alguna, quedó trastornado por el resto
de sus días tras recibir una gran pedrada en la cabeza a la puerta de un mesón
en Cartagena; aunque lo dieron por muerto volvió a la vida, como un nuevo
Lázaro que se levantase del sepulcro, pero no por ello dejó de ser, hasta su
última hora, un desdichado. A Jerónimo le gustaba ir hasta la Peña del Judío y
embelesarse con la vista que se le ofrecía desde el precipicio. Allí, junto a
él, volaban innumerables palomas, vencejos y golondrinas. Las observaba
absorto, siempre con el pecho bañado en la baba que brotaba casi a borbotones. El
aire era fresco y sentía que podía respirar mejor. Le gustaba abrir los brazos
y estirar la cabeza hacia la espalda para sentir el viento en el cuello.
Entonces, en esos momentos de deleite, le abordaban deseos de juguetear con las
palomas, saltar y volar con ellas, y viajar lejos, muy lejos, tal vez hasta
Cypango, nombre de entre algunos que conservaba en la memoria y, a veces,
recordaba en ligeros instantes de lucidez. En tiempos había sido gran
aficionado a la lectura del libro de los Viajes de Marco Polo, cuando todavía
su mente era perspicaz y clara. Él sabía leer gracias a un maestro que lo adoctrinó en las primeras letras y, viendo su facilidad para la lectura, por aprecio le regaló el tal libro de viajes.
Se hallaba Jerónimo
haciendo el alto a Domingo y a todos aquellos que se acercaban a la puerta de
la villa, como buen guardián, con una caña seca, recia y larga, que hacía las
funciones de aguzada lanza, porque un día un Regidor del Concejo, por hacer
burla, le dijo que le daba el encargo y misión, de gran interés para Su
Majestad y esta República, de vigilar la puerta de la villa para que no entrase
ningún malhechor y desde entonces, a pesar de que una vez acabada la broma se
le advirtió que no lo hiciera, él siguió un día y otro cumpliendo con la
función encomendada, como buen soldado de la Milicia de Cehegín.
-¡Alto a la
Guardia!- gritó con voz frágil, casi ininteligible, Jerónimo, lo que provocó
las carcajadas de la gente que en ese momento se hallaba en las inmediaciones-
Por ser persona poco irascible el labrador no
le regañó cuando Jerónimo le cortó el paso. Habló con el muchacho tiernamente y
lo sentó de nuevo en su piedra, que era suya y de nadie más, junto a la puerta
de la muralla, conformándolo.
-Vamos Jerónimo,
ven conmigo y siéntate en este lugar, que estarás mejor -le dijo Domingo
cariñosamente, con tono amable, como aquel que conoce la desdicha del otro,
tomando al joven del brazo y apartándolo de la puerta-
-Tu guardia
-prosiguió el mismo- ya ha terminado, ¡son órdenes del Capitán de la Milicia! -exclamó en un
tono altisonante, ante la algarabía de risas de aquellos que transitaban de un
lado a otro de la puerta de la villa.
Cuando esto
sucedía, que era casi a diario, allí se quedaba, ensimismado y pensativo, hasta
que, de pronto, se levantaba, y, casi dando traspiés, con los calzones medio
sueltos, se iba hasta la Peña del Judío a ver volar las palomas y golondrinas,
y, a veces, lo acompañaban algunos niños chiquitos, de esos que aún conservan
la inocencia, a los que, con su voz entrecortada, contaba como eran los
confines de la Tierra.
Domingo dejó a
Alonso en su amarga soledad y penetró a través de empedrados hundidos por el
tiempo, con la cabeza gacha y el vaivén del andar a lomos de la borrica.
Accedió desde una esquina hasta cierta callejuela un tanto angosta y fría,
donde sólo alcanzaban los rayos del sol a mediodía, aunque él, por fortuna,
habitaba junto a una pequeña plazoleta al otro lado de la calle. Allí se podía
tomar el sol en esos días en que la umbría se apoderaba de esta parte del
cabezo donde se acumulaban las casas, casi amontonadas en un caos que, a decir
verdad, tenía cierto orden. En dicho lugar se juntaban en un poyo, casi al lado
de la puerta, los vecinos a platicar cuando su tiempo y labores se lo
permitían. Y ahí estaba su casa. Era una
casa pobre, donde se olía a humo de lumbre de romero seco y se guardaba un buen
pedazo de tocino, ya casi rancio, en un pequeño armario empotrado en la pared,
que servía de escaso companaje para cuando no había otra cosa que comer.
Su mujer se
llamaba Ana y había parido ya siete veces, pero sólo vivían dos varones y una
hija; los otros no llegaron a tener fortuna suficiente para sobrevivir hasta un
segundo aniversario. Hacía años que habían pasado los tiempos de la mocedad y
los afeites. Ella estaba hecha a ver como la vida pasa y la muerte aparece.
Desde muy joven el luto fue piel de su hermosura. Su rostro denotaba la fuerza
interior de un cuerpo modelado en las desdichas y sus manos las llagas de remover,
si ello fuese necesario, las piedras con tal de que sus hijos no llegasen a
tener más hambre de la justa.
Domingo entró en
la casa, encerró al animal en la cuadra, y, llegándose hasta la cocina, tomó
una silla de anea. Se sentó en ella. En el rescoldo del fuego se cocía,
lentamente, un guiso de nabos y collejas. Entretanto se acercaba la hora de comer,
tomó un buen puñado de esparto y se entretuvo en comenzar la elaboración de una
soga. Durante un instante, mientras trenzaba el esparto, al calor de la lumbre
y el silencio de la casa, quedó durmiendo. Sintió como una mano fría y mojada
le tocaba el hombro izquierdo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al mirar
hacia atrás y ver a Jerónimo, el infeliz, mientras babeaba sobre sus calzones.
Despertando, con una fuerte cabezada, se vio de nuevo en su casa, sentado sobre
su silla de anea. Y siguió con su labor, poco a poco, “que lo bien hecho queda
para toda la vida, pero lo malo es trabajo doble”, según él siempre decía.
Así, entre unas
y otras cosas, pasó el día, y la noche, y amaneció de nuevo. Antes de que las
luces del alba salieran del vientre de la Sierra de Burete ya hacía mucho que
la vida había despertado en la villa. Un rumor precioso de gorriones anunciaba
la pronta llegada de una jornada más y otra menos en la existencia de Domingo.
Después de tomar un trozo de pan de higo, más duro que el jaspe de la
Peñarrubia, sacó a la burra de la cuadra y tomó dirección del campo, hacia los
viñedos de Francisco de Úbeda. Por la calle llegaba ya Andresillo, con una
carga de leña a las espaldas, acaso si tendría nueve o diez años y sólo se
veía, en la penumbra, una figura extraña, un gran ovillo deshilachado, que se
movía tambaleándose de un lado a otro de la calle; era la miseria personificada
en un caos de ramas y sudor. La niñez no existe. Y, apartándose un poco con la
bestia, para que el niño pudiese pasar adelante, continuó, impasible, empedrado
abajo hasta la Vereda Real, a la que no tardó en llegar más tiempo del que
resultó necesario para poder cantar una letrilla corta.
Había junto al
camino unas moreras verdes y olorosas. El frescor del rocío en esta mañana
hacía que la fragancia de la alhábega se acrecentase al más leve roce. A
Domingo le gustaba tener siempre un buen puñado dentro de la casa, en una jarra
con agua, pues decía que tal aroma no tenía semejante alguno en la naturaleza y
nunca hubo palacio de reina ni princesa, mora o cristiana, que gozase de mejor
perfume que el de esta planta.
Conforme iba
avanzando divisó una mujer que venía por el camino. Era la viuda Ginesa Abril,
pobre de solemnidad, a la que ya solamente quedaba en la vida la dignidad de
ser anciana. A pasos cortitos, arropada
por el luto que llevó durante más de cuarenta años, con un baculito hecho de una
rama de olivo recia, mirada regada en una cristalina tristeza y rostro mustio
ya en su otoño, caminaba sin parar, mirando al frente, pero con la sensación de
ir sumida en una serena quietud, como quien ya no espera nada y, por lo tanto,
ha olvidado el miedo. El campesino saludó a la anciana con una cierta
reverencia, como, desde que tuvo conocimiento, le enseñaron que se debía de
hacer con los viejos por encima de todo.
-Buenos días,
señora Ginesa - le dijo Domingo, en un tono amable y cariñoso - ¿Cómo a estas
horas por estos lugares? ¿Necesita usted alguna cosa? Pues, si en mi mano está,
le ayudaré en cuanto pueda.-
-No, gracias
Domingo. Te lo agradezco en el alma- contestó la viuda- pero lo que yo necesito
no está aquí ni tu me lo puedes dar, y a donde voy ahora es cosa mía, tal vez
allí pueda dar con aquello que tanto tiempo hace que persigo.
No terminó de
comprender las palabras de la anciana, aunque sin dar mayor importancia a todo esto,
despidiéndose de la mujer, éste continuó su camino, susurrando, de vez en
cuando, alguna cancioncilla para sí y para los oídos de su compañera, a quien
también gustaba escuchar las coplas de su amo.
El día fue duro,
como solían ser casi todos para aquellos que, a base de grietas en las manos y
aguasal que las curase, podían calmar las pocas ganas de no comer que había
puerta a dentro de sus casas. Anduvo en el trabajo de las viñas de don
Francisco de Úbeda desde la salida del mismo sol que a él lo viera nacer bajo
un nogal en Cantalobos a los últimos suspiros de un día que estaba presto a
fenecer. Los viñedos cubrían hasta el mismo horizonte. De vez en cuando, se
levantaba y, restregando el sudor de la frente, ojeaba hacia la lejanía con
miraba perdida, como si sintiese que allí estarían ocultas sus esperanzas, ya
vanas, de hallar remedio a su desencanto. Y de nuevo volvía a inclinarse para
continuar con la labor de las cepas; ¡Qué buen vino habrían de dar este año!
Terminada la jornada los hombres salieron de
la hacienda, cada uno en busca del cobijo de su casa y la cena, menos rica que
pobre, que, se entiende, esperaba a cada uno en su hogar. Un amarillo
resplandeciente bañaba el atardecer de las sierras de Caravaca como pintura
celestial que se desvanecía, suavemente, al compás del manso caminar de la
borrica de Domingo. El animal y su amo tomaron el camino de la vereda que
conducía a Cehegín. Por el camino le cautivaba, de nuevo, el aroma a alhábega
que inundaba el ambiente. El anochecer envolvía los árboles y el paisaje creaba
ya, que el sol había iniciado su descenso para alegrar la vida en otros mundos,
un maravilloso repertorio de imágenes y sensaciones que sólo a la puesta de sol
y al alba pueden ser admiradas. El camino no se hizo muy largo, entretenido,
como iba, con este panorama y otros pensamientos y, en poco tiempo, se vino a
presentar en su casa, donde estaba Ana, su mujer, junto a su hija, sentadas
remendando unos calzones y alguna otra ropa. Los hijos, que uno tenía once
años, y el otro doce primaveras, andaban sirviendo con las cabras de don Alonso
Fajardo en Rompealbardas, y, esta noche, quedarían en la majada junto a los
cabreros.
La muchacha
preparó la mesa con unas escudillas y la comida con que poder llenarlas. Los
tres se sentaron en buena paz.
-Domingo-dijo
Ana un tanto apesadumbrada- hace un rato estaban comentando las vecinas, no se
si te habrás enterado por ahí, que han hallado muerta a Ginesa, la viuda,
ahogada en una balsa, y dicen que parece ser que ha sido ella la que se quitó
la vida - y en ese momento comenzó a persignarse.
- Que la
Santísima Virgen María interceda para que Dios Nuestro Padre la perdone por ese
gran crimen que ha hecho contra sí misma.-
-Esta mañana -contestó
Domingo, extrañado y sobretodo sorprendido- topé con ella cuando yo iba hacia
los viñedos de don Francisco de Úbeda y le pregunté que si necesitaba alguna
cosa, aunque verdaderamente me pareció raro hallarla en ese lugar y al alba.
En la cena,
pobre como todas las noches, hablaron de ello, pero también de otras cosas, y
de sus cosas y de su cercana vejez, y del qué será de ellos.
-Pues en verdad -comentó
Ana con un cierto aire de aseveración- yo preferiría morir antes que llegar a
muy anciana sola y sin nadie que me asista, debiendo recurrir a la caridad de
la gente.
-A mí no me interesa en demasía pensar en todo
eso -le replicó Domingo- pues, al fin y al cabo, Dios decidirá nuestro futuro y
el de todos los hombres y, por lo tanto, “lo que haya de ser será”.-
Mientras, la joven
miraba al padre y a la madre con ojos fríos y desinteresados en tanto tomaba
algo del ligero caldo que todos cenaban en familiar compañía.
Entre estas
conversaciones pasó el tiempo, que corre inexorable y, tras un ratito de plática,
cuando todos perseguían ya olvidar, sumidos en el buen sueño, que a veces todo
lo cura, las penurias del día ya transcurrido, alguien golpeó la puerta. Fue la
hija la que miró por un ventanuco por ver quien llamaba y descubrió en la calle
a Jerónimo, con su habitual rostro perdido y su media sonrisa.
-Es Jerónimo, el
infeliz -dijo la chiquilla mirando a sus padres- ¿qué querrá a estas horas?
-Buenas noches
tengáis -dijo el muchacho con su hablar casi ininteligible y lento, cuando le
abrió la muchacha para que entrase a la casa- vengo porque me envía mi madre a
ver si acaso tuvieseis un nabo o un mendrugo de pan para dar de cenar a mi
hermanico, que desde esta mañana no ha comido bocado alguno-
-Siéntate
Jerónimo-contestó Domingo- que pobres somos, y mucho, pero sí que tenemos,
aunque sea miseria, algo en esta casa. ¡Mujer, dale unos nabos a este hombre,
que por poco que tengamos pudiera ser que mañana ni la vida conservemos, y
entre los muertos de hambre debemos ayudarnos en lo posible! Toma hijo, toma
eso y por lo menos que tu hermanico pueda esta noche comer algo que no sean
cerrajas cocidas, que si pudiera, en honor a tu difunto padre, comeríais faisán,
pero ya he perdido la cuenta de lo que llevamos comiendo nabos, collejas, pan
negro cuando hay y, sobre todo, desazón, que intentamos aliviar olvidando
nuestro sino.-
Miraba el
muchacho callado, con la boca entreabierta y restregando continuamente la
lengua sobre los labios, que eran grandes y agrietados, sin llegar a comprender
totalmente lo que se le decía. Entonces Jerónimo, dando las gracias tomó los
nabos y salió corriendo, pletórico de alegría, hacia la casa de su madre, donde
le esperaban por ver si traía alguna cosa con la que poder aguantar al
chiquillo en espera del día siguiente.
Llegada la nueva
jornada la vida tomó su ímpetu habitual y cotidiano, como siempre, antes de
salir el sol. Domingo volvió a la faena de las viñas, al igual que todo el
hormigueo de gentes que iba discurriendo por las calles de la villa hacia uno u
otro lugar. Esa mañana Jerónimo volvió a madrugar y, como siempre, salió de su
casa, bajo los reproches de su madre, y lanza de caña en ristre acudió a la
susodicha puerta de Caravaca. Y allí se plantó. Pasado un rato llegaron un
grupo de jovenzuelos ociosos, que no debían de ser tan inocentes como aquellos
pequeñitos que lo acompañaban a ver las palomas y golondrinas junto al
precipicio. Por tener ganas de entretenerse la tomaron con el infeliz, y lo que,
en principio, fueron simples burlas y risas terminó con los mozalbetes
humillando al muchacho, pero con tan mala fortuna para éste que uno de los
burlones lanzó un canto de río que le golpeó en la cabeza, hiriéndolo. Los malhechores,
que no esperaban llegar a eso, asustados, huyeron del lugar a toda prisa.
Sangrando
abundantemente, Jerónimo se escondió durante toda la jornada sin saber nadie a
donde había ido a parar. El muchacho, a pesar de estar acostumbrado a las
burlas, y habitualmente tomarlas con una sonrisa, en esta ocasión, como si
repentinamente hubiese despertado, se creyó ver abocado al mundo, como caído en
un instante de una de esas nubes que parecen hechas de algodón. Con la cabeza
gacha, pero sin derramar una sola lágrima se fue del lugar, y, por mucho que
buscaron, no pudieron sus conocidos dar con él de manera alguna temiéndose que
le hubiese podido ocurrir alguna desgracia.
El día siguiente
amaneció lluvioso, gris y con una mañana fresca. Jerónimo, el infeliz, desde
muy temprano, apareció en la Peña del Judío. Estaba fijo, inmóvil, con la
cabeza un tanto reclinada sobre su hombro izquierdo y sus manos cogidas entre sí,
acurrucado y mostrando una ligera sonrisa. Las golondrinas, vencejos y palomas
revoloteaban sobre el precipicio y, de vez en cuando, también sobre el muchacho,
pero ya no las podía ver. Jerónimo había volado. Quizás estuviese en Cypango,
al otro lado del mundo.
Domingo, que no
tenía ese día trabajo en las viñas, salió a recoger una carga de boja seca. A
mitad del camino halló un carro, conducido por dos hombres, que llevaba el
cuerpo de la viuda Ginesa. Se persignó al pasar, aunque le advirtieron los del
carro que no lo hiciese, pues era una suicida que había atentado contra el bien
más preciado que tenemos de Dios Nuestro Señor. La llevaban a un lugar apartado
para darle sepultura, allá donde yacían los desheredados de la Santa Fe
Católica.
Domingo siguió
adelante, con su borrica parda, mirando al horizonte, su rostro triste y, de
vez en cuando, levantaba los hombros, acercándolos al cuello, en una especie de
gesto que daba a entender cierta conformidad.
-¡Qué le vamos a
hacer!- se decía a sí mismo el labrador- Es el destino que Dios quiso para los
miserables.
Y cada vez que
pasaba por el Cantal Blanco, y se paraba junto al viejo árbol volvía a decir
-¡Qué hermoso árbol para dormir a tu sombra y qué magnífico lugar para colgar
de tus ramas!- y continuaba con su camino, que, al fin y al cabo, era el de una
vida entera deseando poder descansar de tanta infelicidad, siquiera una rato, a
la fresca sombra de una gran encina.
Y siguió
deleitándose en los amaneceres con el aroma a alhábega, y sus coplas, y la
compañía de su borrica. Y todo lo demás era el resto de su vida, pendiente de
trenzar una soga de esparto, y quizás, con ella, dormir de una vez en el
frescor de la carrasca.
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Literatura
martes, 9 de abril de 2013
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, versión del año 1793, del Archivo Municipal de Cehegín.
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En el Archivo Histórico Municipal de Cehegín, se
conserva un cuadernillo manuscrito que contiene la versión del año 1793 de la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano, que, como es sabido, fue aprobada en el
año 1789 en Francia y de la que ésta del año 1793 es una ampliación.
En el Cehegín de tiempos inmediatos a la Guerra de la Independencia había personas muy influenciados por la Ilustración del siglo
XVIII, y seguidores de las ideas que provenían de Francia a nivel político e
ideológico y con respecto a la cuestión de los Derechos del Hombre, concepto
que fue básico para entender la Revolución Francesa. Solían ser gente de un buen
nivel económico. Una élite cultural que admira a la Francia heredera, como
decimos, de la Ilustración. Eran
conocidos como afrancesados. Aquí dejo a los lectores las tres primeras páginas
de la Declaración
de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, manuscrito, de la versión del año 1793. Esta Declaración fue parte
de la constitución del año 1793.
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Cehegín. Historia
viernes, 5 de abril de 2013
El Campillo de los Giménez, en Cehegín, en los siglos XVII al XIX
Fragmento de acta capitular del año 1780, sobre el estanco de tabaco en el Campillo de los Giménez. Archivo Municipal de Cehegín.
Durante la Edad Moderna y el siglo XIX,
aunque fundamentalmente desde el siglo XVII, el cortijo del Campillo de los Giménez ejerció de núcleo, podemos denominar centralizado, de la huerta en la
parte ribereña del río Argos de su margen derecha (dirección desde Cehegín
hacia el Campillo), de modo que en él se fueron ubicando determinados servicios que
eran necesarios para la población rural que vivía en esta zona, desde Cañada de
Canara hasta Algezares, pasando por la Carrasquilla y sirviendo a un importante número
de cortijadas aisladas, incluyendo también a las de los cabezos aledaños, como
Juan González y otros, alindando con las diputaciones de Valentín y Canara. El
Campillo de los Giménez tenía barbero, estanco de tabaco, taberna etc Esto es explicable, aunque desde nuestra
perspectiva resulte curioso por ser un núcleo hoy en día pequeño, pues hemos de
tener en cuenta que la población que habitaba todo este territorio en el siglo
XVII, y sobre todo el XVIII y XIX, era muy superior a la actual, en todas las cortijadas que abarcaba y núcleos diseminados que hemos nombrado, rondaba
cerca de los 800 habitantes (almas), hacia 1850.
Ahora dejo al lector con un
fragmento de documento del año 1780 referente al estanco de tabaco del Campillo
de los Jiménez, extraído de las actas capitulares del Concejo de Cehegín, y
conservado en el Archivo Municipal.
“Muy Sr. mío.
Con vista del ynforme que hemos
tomado sobre el contenido de la carta de Vd. de 17 del corriente, le prevenimos
que la instancia que antecedentemente le hizo a Vd. don Gregorio Pérez ,
merino, administrador de la renta del tabaco de ese pueblo, para que en el
estanco del cortijo del Campillo de esa huerta pusiese Vd. un vecino que le
sirva de cuenta y riesgo de esa Justicia, es arreglada a las superiores órdenes
dadas en este asunto, por ser obligación de ellas nombrar vecinos en sus
respectivos pueblos para estanqueros, cuando no haya pretendientes que lo
soliciten. Y sucediendo esto en el que se trata, se servirá Vd. proceder al
cumplimiento de nombrar vecino de su satisfacción y cuenta y riesgo de esa
justicia, que sirva en el del campillo, dando noticia de nombrado a ese
administrador de la renta.
Dios guarde a Vd. Muchos años.
Madrid, a 15 de septiembre de 1780.
Francisco Portocarrero.
Sr don Francisco Bravo de Bargas.”
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